Prefiero convertirme en humo
que perder la palabra en un abismo.
Incomoda lo sé, siempre incomoda mirarse al espejo después de una larga
noche llena de pesadillas.
A la mañana siguiente, los párpados apenas se sostienen con una voluntad
tan frágil que irrita
y los ojos nos parecen pozos de alquitrán y el estómago nos ruge de pura
ansiedad.
Una imagen tan lastimera como miserable. Nosotros los vulnerables. ¡En
pelotas! Desnudos y con hambre.
Ni la fugacidad estelar nos tiende una mano y frente a esto: dos
alternativas.
Nos hacemos los idiotas, nos rascamos el pelo, damos la media vuelta,
cuchareamos el manjar o nos detenemos
para preguntarle a esa imagen: ¿Oye, por qué le tienes tanto miedo a deglutir un
trocito de realidad?
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